Qué decimos y cómo lo decimos tienen el poder de transformar el planeta.
Sin embargo, en las discusiones actuales sobre los problemas sociales —como pobreza, violencia sexual o crisis climática— rara vez es reconocida la importancia de la semiótica, el estudio de los signos lingüísticos, como herramienta para debatirlos y comprenderlos. Las cuestiones y dificultades medioambientales, suelen centrar la atención en la ciencia y la política pública. Tal reducción cancela la pregunta sobre qué sostiene tales instituciones y no analiza las implicaciones de sus discursos o marcos interpretativos.
Los medios de comunicación influencian en gran medida la comprensión pública, misma que genera una percepción social amplia de algún tema central, y dichas percepciones generan acciones y posturas. En ello radica la crucialidad del lenguaje, pues permite enfocar lo deseado, seduce para dirigir y así lograr ciertos fines.
Filósofos, poetas y semiólogos de todas las eras evidencian el poder del lenguaje, cuya potencia no está en la precisión sino en su capacidad metafórica y emotiva. Por su parte, la política no sólo conoce el poder de las palabras, bebe y se baña en sus fuentes mientras predica la transparencia o neutralidad seca. Los discursos, con su peculiar retórica, crean y configuran imaginarios. De ahí que advirtamos su peligrosidad: "A las armas les gustan las palabras. Las convierten en nuevas armas [...] más vale aceptar que las palabras, en política, tienen el poder de crear”(2).
Si apalabrar es armar, ¿qué sucede en la época del Twitter? Por ejemplo, Trump puede ser considerado un retorcido del lenguaje, pues si bien sus discursos son falaces, su retórica genera sentimientos y convulsiones sociales, cuyo impacto ahora es palpable. En sus discursos y tweets utiliza constantemente las palabras “violent” “illegal aliens” y “crisis”, para generar un estado de pánico. Tal y como concluye un reporte de The Guardian que analiza los discursos de Trump y otros políticos con respecto al medioambiente y luchas sociales, quizás a la Casa Blanca no le importe mucho la ciencia —o eso exprese—, pero entiende perfectamente que la lucha por el futuro del planeta se debe pelear también a nivel de lenguaje.
De tal manera que las palabras y conceptos que los medios utilizan suelen responder a agendas políticas, y las cuestiones medioambientales no son la excepción. El lenguaje jamás puede ser completamente neutral, aún si esa es la intención: la carga simbólica de las palabras pone los valores en juego y dispone a la interpretación. Por tanto, los discursos transmiten y moldean actitudes e intenciones. La elección de los conceptos que empleamos y la forma de presentarlos posibilita que se conviertan en verdades públicas, las cuales establecen el contexto para las políticas en pro o en contra del bienestar ambiental y de sus habitantes.
Palabras y conceptos clave que han condicionado la comprensión del panorama actual:
¿Se trata simplemente de un cambio climático?
El lenguaje que utilizamos para referirnos a lo que ahora comúnmente denominamos “cambio climático” se ha transformado con el tiempo a voluntad de las agendas políticas. En 1975, el geofísico Wallace S. Brocker publicó el referente más relevante sobre el calentamiento planetario y lo llamó “Climate Change: are we on the brink of a profound global warming?”. Desde entonces y por un buen rato el término “calentamiento global” era la moda. Sin embargo, con los años, políticos como Bush y medios de comunicación empezaron a emplear un término mucho más laxo, “cambio climático”.
Esto sucedió porque Bush y su administración estaban respondiendo ante la disputa por la presidencia con Al Gore, quien públicamente hablaba sobre su preocupación por el calentamiento global. A la población no le gustaba escuchar lo que avecinaba el futuro, y menos aún sentirse respo